sábado, 28 de febrero de 2009

Cuba (I): Asombros

La Habana, la ciudad de las columnas al decir de Alejo Carpentier, es una ciudad fascinante que permite viajar en el tiempo. Sus calles son un museo del automóvil en movimiento. Hay algunos coches nuevos, pero predominan los Chevrolets de los ´50 y autos rusos de antaño. Están impecables: son un cabal alegato contra la cultura de lo descartable. Las casas húmedas y derruidas transmiten la sensación de carestía, pero no llegan a dar tristeza: el color de las prendas tendidas en la soga de un balcón, los chicos jugando con un barrilete y las charlas callejeras dejan otra sensación: el cubano es un pueblo alegre.
Una mirada más panorámica completa la lección cultural: es una capital sin especulación inmobiliaria. Allí nadie derriba construcciones históricas para construir edificios inteligentes, centros comerciales o estacionamientos.
Tampoco abruma la publicidad. No hay mujeres semidesnudas vendiendo ropa interior ni estrellas de fútbol explicando qué celular es la clave de su éxito. Una cartelería atípica para el ojo occidentoxicado evoca frases de Martí y emprende campañas contra el problema de la holganza.
No hay tele por cable (y nos retrucan la inquietud: “¿televisión paga?”). La entrada de cine cuesta, en pesos argentinos, 30 centavos. Las proyecciones se viven con pasión: las comedías hacen reír a carcajadas y se aplauden las mejores escenas.
Leída, admirada y criticada de antemano, Cuba no se entiende en un mes y quizá tampoco en un año, porque el debate político ideal y a la distancia es distinto de la vida de todos los días y de la cultura que se hace carne. No puede ser fácil que formulen un juicio acabado adultos nacidos y criados en sociedades donde la competencia y el éxito individual son valores centrales.
Cualquier sitio de la isla extraña a un viajero que carga esa mochila. Sorprende que la policía no porte armas de fuego –por supuesto, la población civil no tiene- y que tampoco haya alarmas o casas atestadas de cerrojos.
Sobre todas las cosas, asombra la capacidad de debate, el nivel de instrucción y la información, no de los dirigentes, sino de cualquier hombre o mujer del pueblo. Habituado en su país a hablar del clima para no debatir la agenda de Radio 10, uno se queda sin respuestas cuando el taxista inicia la conversación con un tema impensado: “¿Cómo están en Argentina con las reservas de agua? ¿Están protegiendo el acuífero guaraní?”.
  • Esta y otras anotaciones completan el informe “Cincuenta latidos en la revolución del tiempo” que publicamos en La Pulseada N° 67, de próxima aparición. La nota principal corresponde a Laureano Barrera y Germán Kexel, que también estuvieron este verano en la isla rebelde que –con sus luces y sombras- te revoluciona.
FOTO D. B. (La Habana, diciembre de 2008)
NOTAS RELACIONADAS >> Cuba (II): El festejo que no fue >> Cuba (III): Las cosas en claro

sábado, 21 de febrero de 2009

La escritura irreverente

La frase pertenece a un molinero a quien la Inquisición quemó en la hoguera: “Cada uno hace su oficio, unos aran, otros vendimian, y yo hago el oficio de blasfemar”. Carlo Ginzburg reconstruyó su historia en El queso y los gusanos. El cosmos, según un molinero del siglo XVI, un libro con muchas aristas. Bien narrado, es un buen ejemplo de lo que la academia llama micro-historia. Lo es también de la digna decisión de apartarse de la escritura de las “gestas de reyes” para sentirse interpelado por la pregunta de Bretch: “¿Quién construyó Tebas de las siete puertas?”.
Ginzburg relee los expedientes del proceso que llevó a la hoguera a Doménico Scandella -más conocido como Menocchio- para hallar indicios y reconstruir fragmentos de la cultura popular de su época. El molinero friuliano pertenecía a una clase subalterna, si bien no era un campesino típico. Su historia está signada por el advenimiento de la imprenta en Occidente –por eso la uso en mis clases- y la reforma protestante. La primera le permite acceder a variados textos. La segunda “le otorga audacia para comunicar sus sentimientos al cura del pueblo, a sus paisanos, a los inquisidores, aunque no pudiese, como hubiera deseado, decírselo en la cara al papa, a los cardenales, a los príncipes. La gigantesca ruptura que supone el fin del monopolio de la cultura escrita por parte de los doctos y del monopolio de los clérigos sobre los temas religiosos había creado una situación nueva y potencialmente explosiva”, describe Ginzburg.
En 1583 Menocchio fue denunciado al Santo Oficio por pronunciar palabras “heréticas e impías” sobre Cristo. No eran exabruptos. Repetía y argumentaba sus opiniones, que procesaban todas lecturas que llegaban a sus manos. Lo hacía, claro, a partir de sus tradiciones de origen popular, y de un modo que resultaba irreverente. Un siglo más tarde lo hubieran recluido como loco. En plena contrarreforma fue a parar al fuego. Antes pasó por los cuatro interrogatorios en los que no renegó de sus ideas. De allí viene la declaración de su oficio: el oficio de blasfemar.
La expresión me quedó rebotando hace tiempo y –a falta de mayor imaginación– termina siendo el nombre que le tocó en suerte a este blog. No hay mucho más que explicar. Acaso corresponde advertir que no será un sitio dedicado a atacar a la Iglesia (A propósito, fue la institución católica la que consolidó la idea de la blasfemia como un delito, que se confundía con la herejía... Era una trampa para escapar a sus propias reglas: dado que musulmanes y judíos no podían ser acusados de herejía –al no ser considerados creyentes–, se los acusaba de insultar a Dios. En 538 el emperador Justiniano decretó que el castigo por blasfemar era la muerte). No porque vaya contra mis convicciones; al contrario, mi cosmovisión oscila entre el ateísmo y la duda agnóstica, y me avergüenza que con nuestros impuestos el Estado pague los sueldos de obispos, construya catedrales y financie escuelas que difunden el dogma católico. Pero me aburriría hacer un blog para postear contra la Iglesia y nada más.
Si bien la noción de blasfemia suele asociarse a eso en forma exclusiva, etimológicamente significa un ataque hacia algo reputado (...viene del griego blaptein, "injuriar", y pheme, "reputación" pero ¡no me comparen con Grondona!); en otras palabras, refiere a una irreverencia contra quien se supone merecedor de estima y veneración.
Me gusta la escritura irreverente. En ese sentido, este blog será blasfemo.
Blasfemo de oficio. Porque de la expresión de Menocchio también atrae esa palabra. Rodolfo Walsh hablaba de “oficios terrestres”, e imagino que sobre algunos de ellos tratará este anotador virtual. Es imposible anticipar qué dirán sus “páginas”. Habrá ensayos y crónicas. Se colarán pensamientos que agrietan lo sólido, pulseadas por un país con infancia. Y nunca faltarán discusiones colectivas con amigos y otros sanos polemistas, miradas a la historia y apuestas al futuro, y siempre –en esa lucha, para esa lucha- una defensa de la alegría. Porque nada se puede sin la risa, sin la más blasfema de las risas.

FOTO (C) LUTI AON / SOLE VAMPA (Mendoza, 2007)
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