miércoles, 7 de octubre de 2009

¿Cuestión de época?

“Lo más desgraciado de esta historia es que se trata de una actitud que busca el justificativo de ´la época´. Hace pocos años, en 1989, cuando los descendientes y la tribu del cacique Inacayal solicitaron a las autoridades del Museo de La Plata la devolución de sus restos (...) hubo investigadores y profesores de esa casa de estudios que se opusieron en nombre de la ´ciencia´, porque el Museo no podía sentar el precedente de desprenderse de ´piezas´ de sus colecciones”, dice el prestigioso científico Alberto Rex González al prologar un libro que resume la historia de los pueblos indígenas que habitan o habitaron el suelo “argentino”: Nuestros paisanos los indios (Emecé, varias ediciones), de Carlos Martínez Sarasola.
Ese título recupera las palabras utilizadas por José de San Martín en 1819. En más de una oportunidad ese prócer nacional se refirió a los indígenas como “los dueños” de las tierras del país.
Entre el centenar de firmas de la petición que el 25 de mayo de 1810 constituyó el Primer Gobierno Patrio, figuran las de dos caciques. En enero de 1811, la Junta afirmó que “conforme a los principios de humanidad” esperaba “recoger la dulce consolación de ver salir a los indios de su oscuro abatimiento...”. Y en los primeros años de vida autónoma hubo todo tipo de disposiciones para reparar la situación de las comunidades. El objetivo estratégico era sumarlas a la causa, algo que no parece lógico si realmente se creía que no eran más que animales.
En febrero, el vocal Juan José Castelli dirigió una proclama a los pueblos de Tahuantinsuyo: “¿No es verdad que siempre habéis sido mirados como esclavos, y tratados con el mayor ultraje, sin más derecho que la fuerza, ni más crimen que habitar vuestra propia patria?”. Meses más tarde, en el aniversario de la revolución, realizó un homenaje a los incas ante las ruinas de Tiawanaco (Bolivia), invitando a las comunidades vecinas y proclamando la “unión fraternal para liberar América”. Su discurso fue traducido al quechua y al aymará.
El guiño a los pueblos originarios también fue plasmado en la Marcha Patriótica que la Asamblea de 1813 convertiría en himno oficial: “Se conmueven del Inca las tumbas / y en sus huesos revive el ardor / lo que ve renovado a sus hijos / de la Patria el antiguo esplendor”, reza una de las estrofas. Este fragmento fue cercenado de la versión que actualmente cantamos por un decreto del Poder Ejecutivo de 1900, durante la presidencia de Julio Roca.
“Los verdaderos forjadores de la Argentina pensaban en el conjunto de la sociedad”, apunta Martínez Sarasola: “el 9 de julio de 1816, aquellos patriotas, o al menos algunos, deseaban que los alcances de la independencia fueran conocidos por todos los habitantes de este suelo. Por ello la proclama se promulga en castellano y en otros tres idiomas, que no serán inglés, francés ni alemán, sino quechua, aymurá y guaraní”.
Con esas muestras, queda claro que negar la humanidad de los indígenas -como se hizo a fines siglo- no fue mera “cuestión de época” sino una operación ideológica, bien satisfactoria para los sectores dominantes de la sociedad. Hacia 1870 ganaron terreno posturas que, contra los intentos de integración y convivencia, propugnaban un exterminio liso y llano de las otras “razas”.
“La oligarquía naciente hace suya la ideología del progreso, del orden y de la superioridad de unos hombres sobre otros”, explica Martínez Sarasola. “Los unos son ellos, los otros los indígenas. También en su momento lo habían sido los gauchos. O los negros. En realidad los ´otros´ son aquellos que no participan de las pautas culturales” que llegan “de los centros ´blancos´ que en su expansión dominan al resto del mundo...”
A su vez, en Europa tampoco había absoluto consenso. “Yo considero un escándalo que se permita que estas pobres criaturas sean sacadas de su patria y llevadas a este país, donde es casi seguro que se enfermarán”, afirmó el médico encargado de atender a la fueguina que murió en Londres. La South American Missionary reclamó internacionalmente por el caso. Antes, tras la exhibición de 1881, el capitán francés Louis Martial, había objetado en Argentina “la profana exhibición de los Alaculoof (sic) en París”.
El que propugnaba una “solución final” al problema indígena era entonces un modelo de Nación, con promotores y detractores. Desde el ascenso de Roca –acaso su máximo representante-, las sucesivas acciones militares dejaron miles y miles de muertos. Otros tantos fueron confinados en verdaderos campos de concentración -en Retiro o la Isla Martín García, donde las epidemias hicieron estragos- o usados como mano de obra esclava en obrajes, ingenios, algodonales y casas de familias acomodadas.
En 1888 un diario porteño, El Nacional, criticaba lo “inhumano” de las escenas registradas poco antes: “se le quitaba a las madres sus hijos, para en su presencia y sin piedad, regalarlos, a pesar de los gritos, los alaridos y las súplicas que hincadas y con los brazos al cielo dirían (...) Llegaba un carruaje a aquel mercado humano, situado generalmente en el Retiro, y todos los que lloraban su cruel cautiverio temblaban de espanto (…) Toda la indiada se amontonaba, pretendiendo defenderse los unos a los otros...”
“Esa actitud es todo un modelo social, cultural, económico”, insiste Martínez Sarasola: “Un modelo del desprecio que triunfó en nuestro país y cuyas bases de sustentación son la intolerancia, la injusticia y la violencia”. Quizá sea ilustrativo apuntar que leyes posteriores a la autodenominada Conquista del Desierto enajenaron unas 34 millones de hectáreas. Sólo 24 personas obtuvieron parcelas que oscilaron entre las 200 y las 650 mil hectáreas. En ese reparto intervenía el lobby de la Sociedad Rural Argentina. Aquella ignominia fue mucho más que un “hábito de época”.
  • Este texto aparece junto al artículo "Historia de un secuestro", en La Pulseada N° 74, octubre de 2009.
FOTO Una de las familias "donadas" por el coronel,
en la Exposición Nacional de Buenos Aires, fotografiadas
por Lehmann Nietsche (ARCHIVO GRUPO GUIAS)

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