sábado, 20 de octubre de 2012

Así caen los hombres ricos y sus mansiones


A Dani Lorenzo

Cada palacio derruido guarda bajo sus escombros la historia de una familia fastuosa venida a menos, la decadencia de apellidos que nunca se imaginaron rodeados de vivienda popular.
Aunque suele disimularlo con el nombre de un audaz emprendedor uruguayo, en esta historia hay Alveares, Rocas, Uriburus y Patrones.
Bajo ese techo que ya no existe se guardaron títulos nobiliarios, se codearon familias de alta alcurnia y tomaron el té generales genocidas...

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La historia empieza con un hacendado de origen español: Luis Castells Sivilla, uno de los hombres que pasó el siglo XIX acumulando tierras y tierras, cuyo árbol genealógico une muchos nombres con linaje, de esos que siempre terminan en la Recoleta.
Castells estaba casado con Tomasa Elisa Uriburu (salteña, de los Uriburu Patrón, portadora de la banda española de Damas Nobles de María Luisa), de cuyo nombre surge el de una zona de la actual periferia platense: Villa Elisa. Cuando su padre Francisco Uriburu propuso crear ese pueblo, La Plata todavía no existía: Villa Elisa era un terreno de unas 800 hectáreas ubicado entre las estancias de Pereyra y Bell, en las Lomas de la Ensenada.
Luis Castells tenía más dinero que su suegro, que tenía bastante. Y le gustaba ostentar esa fortuna hecha sin trabajo: lo hacía con opulentas limosnas de las que cuentan una y mil anécdotas, mostrando las concesiones nobiliarias que había conseguido de la monarquía española –como el título de Marqués con Grandeza-, o con inmensos terrenos como el que abarcaba desde su quinta en Villa Elisa hasta Punta Lara: cerca de cinco mil hectáreas, donde tenía un haras para la cría de purasangre de carreras.
Hay que leer La Bolsa, la novela/estudio social publicado por entregas en La Nación hacia 1891 por José María Miró -con el seudónimo Julián Martel- para conocer a Castells y a su clase, el origen de sus riquezas y la fatalidad de sus caídas: la especulación que movió millones en la Bolsa de Buenos Aires.
Castells se suicidaría en aquella quinta, en el verano de 1897, cuando veía fracasar su proyecto de “Banco Transatlántico”, con sedes en Argentina y Uruguay, y se creía fundido. Su mujer -la del nombre del pueblo- entró al siglo XIX y vivió hasta meses después del festejo del centenario. Para esos años de ostentación, los Castells construyeron un palacete en el otro extremo de su excesivo territorio, sobre el Río de la Plata.
La iniciativa fue de Luis Castells hijo, que seguiría la tradición de unir familias con poder y dinero: en 1912 se casó con Josefina Elena Roca Funes, hija del general genocida Julio Argentino Roca.

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El responsable de la masacre de pueblos originarios nombrada con el eufemismo de “Conquista del Desierto” fue padrino de la boda y estuvo en más de una oportunidad en el Palacio del camino costanero. Su muerte, a mediados de la década del ´10, fue contemporánea al declive del sector dirigente al que perteneció. El Partido Autonomista se había dividido y el ala antirroquista iba ganando espacios. A ella pertenecía Roque Saénz Peña, impulsor del voto secreto y obligatorio para varones argentinos, que terminó con el sistema electoral que fue la base de la primacía de Roca durante dos décadas. El viejo general llegó a enterarse de la nueva ley, pero no del triunfo del radicalismo popular de Hipólito Yrigoyen en la primera elección presidencial en la que ya no sólo los dueños del país votaban sus autoridades.
La sociedad argentina mutaba, y no sólo políticamente. Las clases medias, además de la ciudadanía política, empezaron a practicar en el siglo XX nuevas formas de descanso y recreo. Comenzó la época de los balnearios.
En esta zona, el primer sitio de recreación fue la Isla Paulino, que tuvo su tiempo de esplendor en los años veinte. Pero algunos empresarios empezaron a mirar también a Punta Lara. En 1922, Martín Taylor gestionó ante el gobierno unas tierras y el permiso para instalar un balneario público, que comenzó con un hotelito llamado “El Primero”. Luego le siguieron otros emprendedores. El palacio ya no estaba solo.

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En eso llegó Francisco Piria: hijo de inmigrantes italianos, hombre de muchos oficios que amasó su fortuna haciendo remates en Montevideo; alquimista, gran emprendedor. En medio siglo inventó 60 barrios y más de 300 pueblos en Uruguay. También tuvo acciones en el vespertino La Tribuna Popular, el primer diario de ese país que se imprimió en rotativas. Aunque su iniciativa más conocida es la que lleva su nombre: Piriápolis, ciudad fundada en una vasta extensión de campo que iba desde el Cerro Pan de Azúcar hasta el mar, adquirida por el empresario en 1890. Piria construyó primero un castillo, rodeado de fuentes y estatuas, que fue su residencia particular. En 1905 fundó el Hotel Piriápolis, ya imaginando la explotación turística de la costa, y luego se lanzó a la construcción de la rambla y un tren que unía el Pan de Azúcar con el puerto que también financió. Entrada la década del 10 hizo los primeros remates y empezaron a construirse chalets particulares en la flamante Piriápolis. En 1920 comenzó a levantar el Argentino, uno de los hoteles más grandes de Sudamérica, pensado para 1200 huéspedes. Llevó diez años construir ese complejo. Mientras tanto, Piria empezó a soñar del otro lado del Río de la Plata.
En 1926 Piria compró 4.887 hectáreas que habían pertenecido a los Castells Uriburu, incluidos el palacio que mandó a restaurar y 10 kilómetros de costa rioplatense.
Punta Lara fue el sitio de su mayor fracaso. No el único, porque el viejo rematador llegó a ambicionarlo todo, como el Ciudadano Kane, y hasta fundó un partido político para ser presidente, una meta que se diluyó en una candidatura irrisoria de 600 votos.
En el balneario platense imaginó un complejo habitacional, industrial, comercial y especialmente turístico, una nueva Piriápolis, que quedaría trunca.
Llegó a proyectar un plan de caminos y puentes que iba a financiar él mismo, pero no logró ponerse de acuerdo con el Estado local. Apenas llegó a arbolar varias avenidas y un camino que conducía hacia La Plata. Rondaba los 80 años y decidió volver a Montevideo, donde estaba su verdadero Palacio, una obra del arquitecto francés Camille Gardelle que había mandado a construir en 1916 frente a la Plaza Cagancha, con una enorme escalinata de mármol y vitrales imponentes. En ese verdadero “Palacio de Piria” funciona hoy la Corte Suprema de Uruguay. Cruzando el río quedó otra mansión, popularmente conocida con el mismo nombre, que cuenta en escombros el ocaso de una aristocracia agroexportadora y el último sueño fallido del viejo rematador.

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Vacío. Así quedó el palacio de los Castells al que Piria había incorporado un “Salón de los Espejos”, revestimientos en madera tallada por artistas uruguayos y herrajes de bronce trabajados a mano.
La segunda Piriápolis que no fue, Punta Lara, aspiró por última vez a ser un balneario aristocrático en los años 30, la Década Infame, cuando construyó su sede el Jockey Club, mientras en La Plata volvían las carreras en el hipódromo que habían estado prohibidas durante el yrigoyenismo. En esa Belle Époque del Jockey local, la institución construyó la Iglesia, la comisaría y la unidad sanitaria del pueblo. También se instaló el Círculo de Periodistas –vinculado a la misma aristocracia platense- y el Automóvil Club Argentino.
Los años cuarenta trajeron otra historia, y en tiempos del peronismo Punta Lara se convirtió en un balneario masivo para los trabajadores que llegaban por los nuevos accesos: la diagonal 74 y la ruta 19 que une Villa Elisa con Boca Cerrada. La costa se pobló de recreos sindicales, y más tarde de vivienda popular.
En 1947, pasada una compleja disputa por la herencia, los herederos de Piria donaron el Palacio y algunas hectáreas que lo rodean al Estado provincial para que fuera residencia de los gobernadores. Nunca lo fue. Algún tiempo funcionó como colonia de vacaciones y luego quedó otra vez solo, descascarándose con el viento de río y el paso de la historia.

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