viernes, 6 de noviembre de 2015

Descolonizar la historia de la comunicación

La pregunta por la descolonización de los medios no puede eludir un interrogante acerca de los hacedores de esos medios. Se hace relevante entonces problematizar nuestra formación como comunicadores y trabajadores de prensa, desde la perspectiva crítica que se enuncia como meta en los planes de estudio y en nuestras propias prácticas docentes. Sabemos que una herramienta vital para el pensamiento crítico es el conocimiento de la historia. La pregunta sería, pues, ¿cómo investigamos, enseñamos y aprendemos hoy la historia de los medios?
No es una cuestión menor. Como dijo Rodolfo Walsh alguna vez -conversando con Ricardo Piglia, hace 45 años-: “Nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes y mártires. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores: la experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. La historia parece así como propiedad privada cuyos dueños son los dueños de todas las otras cosas" (Rodolfo Walsh, 1970). ¿Cuánto hemos indagado la trayectoria de nuestras luchas por democratizar la comunicación y la cultura? ¿y la de los proyectos de construcción de medios propios de los sectores populares en América Latina? Me refiero a una historia que no se remonta simplemente a las radios educativas de la Iglesia católica o a las emisoras sindicales de los mineros bolivianos, sino que va mucho más allá: alcanza a los periódicos de anarquistas y socialistas del siglo XIX, a los pasquines disidentes y clandestinos que prendieron la mecha de algunos fuegos independentistas. O incluso aún más allá.
Los docentes y estudiosos de la historia de los medios debemos hacer una autocrítica: si revisamos los programas de este tipo de materias, de cualquier época y cualquier universidad, casi la totalidad tienen como momento inicial al surgimiento de la imprenta en Occidente. En otras palabras: inician su recorrido con la historia de Europa. O lo que quizá sea peor: si adoptan una perspectiva local o regional, cuentan la llegada de la imprenta, que es precisamente poner el arribo del colonizador como grado cero de la historia.
Tenemos que asumir el desafío de descolonizar nuestras historias de los medios y sistemas de comunicación. Estudiar, por ejemplo, las escrituras de los pueblos originarios de Nuestramérica como los glifos mayas o los khipus incas, que se desarrollaron en forma independiente a cualquier influencia europea y tienen una riqueza aún ignorada.
El colombiano Leonardo Ferreira publicó en 2006 -lamentablemente en inglés- un libro titulado Centuries of silence. The Story of Latin American Journalism. Es probablemente el primer trabajo sobre la historia del periodismo de este territorio que no toma como punto de partida la introducción de la prensa en México en manos de los españoles. Escribe allí: “La reinvención de Gutemberg es obviamente un hito en la evolución de la sociedad, pero las primeras innovaciones en materia de información de sucesos en el Nuevo Mundo comenzaron con los originarios de América y no así con los ibéricos u otros europeos”.
A dos días de la llegada de Cortés a Veracruz, Moctezuma lo supo la noticia con detalles en Tenochtitlán, a través de “reporteros pictográficos” que incluyeron en sus informes a los españoles, sus barcos, perros y caballos. En eso fue clave, además de las formas propias de escritura o representación, un sistema de mensajería a través de postas que aprovechaba la ingeniería caminera azteca. El origen de las telecomunicaciones.
Claro: no había entonces periódicos ni medios audiovisuales, pero no por eso debemos desconocer que sí había personas dedicadas a la producción y distribución de información, que podrían pensarse como los antecedentes más remotos de lo que somos hoy los profesionales de la comunicación. Como escriben Luis Ramiro Beltrán, Karina Herrera Miller y otros investigadores en un reciente libro titulado La comunicación antes de Colón, aquellas prácticas “emergieron ajenas e independientes del desarrollo occidental europeo y desde su acercamiento/choque/mezcla con la cultura del ´viejo mundo´ fueron sistemáticamente sojuzgadas y/o destruidas como parte del proceso inicial de conquista y colonización del sistema cultural prehispánico. De ahí quizás la huella del desconocimiento que históricamente se hace presente no sólo en la subvaloración de las expresiones del mundo cultural indoamericano, indígena en general, sino también en la indiferencia investigativa comunicacional”.
Muchas factores contribuyen a nuestra ignorancia. Algunos son obra de los primeros colonizadores: la destrucción de la mayoría de los materiales (por citar un ejemplo: el obispo Diego de Landa, cuya Relación de las cosas de Yucatán es una lectura habitual para indagar la cultura maya, fue quien en 1562 ordenó la incineración de centenares de “libros” de ese pueblo porque “no tenían cosa que no tuviera supersticiones y falsedades del demonio”) y la enajenación de los que sobrevivieron (de 16 códices, sólo 2 están en América: la mayoría se encuentran en poder de museos europeos). Otros responden a una colonización más reciente, la de nuestras prácticas académicas. Una visión profundamente etnocéntrica, por ejemplo, sesga y limita el estudio de los sistemas de escritura de estos pueblos originarios, por el influjo de aquello que Derrida llamó la “metafísica de la escritura fonética”. Nos dejamos pregnar por lecturas evolucionistas que pensaron toda escritura como un “camino hacia” el alfabeto, signo distintivo de la “verdadera civilización”.
Para Ferreira, el campo académico de la comunicación ha reflejado “inmadurez” y “falta de perspectiva” al “no ocuparse de temas tan históricamente trascendentes como los códices (..) El comunicador americano, en especial el latinoamericano, tiene entonces la responsabilidad de reescribir la historia de los medios masivos del Nuevo Continente. El punto de partida no puede ser otro que el pasado bibliográfico, informativo, artístico y político-legal de sus culturas indígenas”. En ese desafío estamos.

* Publicado en Trinchera, año 3, nº 7, 2015

lunes, 24 de agosto de 2015

REVCOM: Tiempos de institucionalización

Al fin, tenemos REVCOM. Una revista de comunicación y ciencias sociales. Otra, podrán decir. ¿Por qué persistir en esta apuesta, en un escenario de proliferación de revistas científicas y académicas? Porque REVCOM no es cualquier publicación de investigación en comunicación. No es la revista de un centro de investigación, de un instituto, de una carrera o una facultad. Es la revista de las carreras y facultades de comunicación social y periodismo. Es un punto de llegada al que arribamos tras casi dos décadas de construcción de una red que hoy conformamos 25 universidades de todo el país. Es la cristalización de debates de largo aliento que venimos sosteniendo sobre políticas académicas, de investigación y de extensión; sobre la incidencia social de nuestras intervenciones; sobre la necesidad de discutir jerarquías que marginan algunos campos de conocimiento a la hora de otorgar categorías y presupuestos.
REVCOM es entonces, también, una revista política. Es fruto del trabajo articulado, solidario y federal de quienes nos nucleamos en la Red de Carreras de Comunicación Social y Periodismo de Argentina, que hoy celebra su décimo séptimo Congreso pero cuya actividad, además, no se acota a la organización de un encuentro nacional una vez por año. A lo largo de estos años la Red ha planteado intervenciones políticas desde su campo específico. En 2013 se presentó ante la Corte Suprema de la Nación como Amicus Curiae para defender la plena vigencia de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. Articuló el trabajo en las “mesas nacionales” y realizó decenas de encuentros de cátedras y equipos docentes con un carácter federal. Todas estas actividades son parte de un proceso en el que hemos hablado mucho de institucionalización.
Esa institucionalización es, en nuestro caso, la construcción de una trama organizativa que proyecta, enriquece y da continuidad a nuestros intercambios, sin aplacar la potencia creativa de nuestro campo. Es esa voluntad de tejer redes que se inscribe en la mejor tradición crítica de la comunicación latinoamericana, una matriz de pensamiento y de acción que se expresa en estas páginas.
La revista está organizada en tres espacios: un Dossier temático, un espacio de contribuciones abierto a distintos tópicos y finalmente la sección Encuentros, destinada a recuperar diálogos fructíferos que se produjeron en el marco de congresos y jornadas de la REDCOM.
En este número inaugural, el Dossier está dedicado a la “Historia e Institucionalización de los estudios en comunicación” y cuenta con el aporte de cuatro queridos colegas que nos ayudan a pensar el tema desde diferentes perspectivas y experiencias.
En primer lugar, Nancy Díaz Larrañaga nos presenta un escenario de “legitimación social, académica y profesional” de la comunicación, a partir de la interpretación de “una compleja trama que articula la formación, la investigación, la extensión, la gestión, la comunicación pública de la ciencia, la profesión, las redes académicas, los medios, la política y las políticas públicas, entre otros”.
En ese proceso se advierte una paradoja constitutiva de los debates sobre lo disciplinar: una tensión entre la necesidad de reconocimiento institucional de la comunicación como área del saber -que implica, entre otras cuestiones, la justa demanda de evaluación por pares- y el cotidiano estallamiento de las fronteras disciplinares en las prácticas concretas de investigación. Este “juego de apertura y cierre” diagnostica el momento en el que se encuentra la comunicación en América Latina, a la que frecuentemente definimos como “campo”.
El aporte de Luis Sandoval, en tanto, ayuda a pensar esa noción que como bien señala no proviene de la epistemología, sino de la sociología de la ciencia: “por eso afirmar que la comunicación es un ´campo´ implica una definición de la especificidad de los estudios de comunicación por vía de condiciones sociales e institucionales”, y es en ese sentido anti-esencialista. Por otra parte, señala que al debatir sobre la cientificidad de la comunicación no debemos retroceder hacia una epistemología nomotética -que pretende leyes generales-, propia de una época que ha quedado en el pasado incluso para los campos disciplinares “clásicos” de las ciencias sociales.
Por último, el artículo de Alejandra Cebrelli y Víctor Arancibia contribuye a pensar los contextos institucionales, esa dimensión pocas veces atendida que implica la constitución de un campo. Desde la Universidad Nacional de Salta dan cuenta de la experiencia de creación y desarrollo de una carrera que está por cumplir diez años. Resulta muy interesante el relato sobre la “puja distributiva” que se abrió, al interior de una facultad de humanidades típica, a partir de la aparición de la joven carrera: una puja económica y espacial pero sobre todo simbólica, a partir de la búsqueda de validación de otros modos de producción de conocimiento.
Porque si la comunicación se sitúa, como gustaba decir a Aníbal Ford, en las orillas de la ciencia, también es cierta su condición orillera de otros campos, como el del arte y la política. En esas tensiones se inscribe esta historia, a la que dedicamos también la sección Encuentros al publicar el conversatorio entre Armand Mattelart y Héctor Schmucler realizado hace tres años en el Congreso que tuvo sede en la Universidad Nacional de Quilmes. Al reflexionar sobre cuatro décadas de aportes al campo, estos referentes reconocen que fue precisamente “la entrada de la política” la que introdujo “preguntas totalmente nuevas” que signaron el debate de la comunicación en América Latina cuando en la región no existían más que “escuelas de periodismo”. En el mismo sentido de recuperación histórica de una tradición crítica, incluimos en esta sección editorial de REVCOM un homenaje a Luis Ramiro Beltrán, fallecido en su Bolivia natal el mes pasado. Beltrán, que solía decir que se ganaba la vida “como un artista de la comunicación, no como un científico", fue quien forjó el concepto de políticas nacionales de comunicación, muy trabajado en los estudios latinoamericanos.
La sección abierta a contribuciones, finalmente, da cuenta de la diversidad temática de este campo que hoy caracterizamos por su conformación transdisciplinar y su cristalización institucional: va de las representaciones e imaginarios sociales en las telenovelas a la conformación de sistema audiovisual; del derecho de la comunicación a las formas de aparición de lo político en redes sociales o al “periodismo de integración”. Los artículos publicados son el resultado de una convocatoria evaluada por investigadores e investigadoras de 17 universidades nacionales, todas integrantes de la REDCOM.
Sin dudas, el trabajo articulado y en red ha sido el motor de la institucionalización de nuestro campo, y es lo que buscamos expresar en estas páginas. No queda entonces más que agradecer a los protagonistas de ese esfuerzo colectivo: en primer lugar a Beatriz Alem, la gran impulsora de esta revista; al Comité Editorial por sus cotidianos aportes; a los prestigiosos académicos que aceptaron formar el Comité Científico externo; a todas y todos los colegas que intervinieron como evaluadores y correctores de estilo; a las carreras de La Matanza y Tartagal por el diseño del logo y la tapa -respectivamente- y a la Facultad de Periodismo de la Universidad Nacional de La Plata por el soporte técnico para el desarrollo de esta revista, que esperamos sea un hito más de la historia y de la institucionalización del campo de estudios en comunicación.

Editorial del #1 de la revista de la Red de Carreras de 
Comunicación Social y Periodismo de Argentina (REDCOM)

sábado, 30 de mayo de 2015

La Feria indigna

No hay nada nuevo bajo el Sol. Por no decir: no hay nada nuevo bajo la bola de LEDs que cuelga en el centro del Pasaje Dardo Rocha, donde por estos días se celebra un encuentro de librerías de saldo y editoriales comerciales que los funcionarios platenses insisten en llamar “Feria del Libro”.
La recorrí el viernes y sé que hay quienes esperan una reseña crítica, pero no tengo mucho para agregar a lo que ya dije el año pasado sobre esta feria bruerista. Y no uso ese adjetivo como mera anotación de una filiación política sino como una caracterización: creo que la Feria expresa -una vez más- el menosprecio del gobierno municipal hacia la gestión cultural y sintetiza la mixtura ideológica de un sector político que mamó el privatismo de Menem y el conservadurismo de la Iglesia más rancia, pero que intenta disimularlo con discursos, medidas y acciones para acomodarse a los tiempos.
En serio: hay apenas unas pocas novedades bajo la bola de LEDs. Siguen ahí los filtros de PSA, los papeles de Polibol, las revistas de Disney y Utilísima, y la misma gigantografía de Francisco que saluda en el stand de una de las varias editoriales católicas que exponen en la Feria (y eso hay que reconocerlo: si alguna tradición ferial tiene La Plata, es la de la Feria del Libro Católico bendecida anualmente por el medieval monseñor Aguer). En una apretada síntesis:
e) La composición de la Feria es diversa. Predominan las editoriales comerciales. No las grandes (aunque están Planeta, Siglo XX, AZ), pero tampoco las llamadas independientes, esas que operan en el mercado editorial con cierta apuesta por la cultura y un cuidado de sus catálogos. La mayoría son editoriales medio pelo, con fines de lucro, que editan manuales, libros infantiles y productos por el estilo. No es una Feria para ir a buscar literatura.
ee) Así y todo, está un poco mejor que el año pasado -o un poco menos peor-, si uno tiene en cuenta que esta vez participan La bestia equilátera, Gourmet Musical, Crumb o Nueva Historieta Argentina. Junto con Nuestra América, que ya participaba, al menos tienen algo para mostrar.
eee) Los grandes ausentes siguen siendo las editoras platenses, al menos las que mueven algo en el sector durante todo el año. Ni Pixel ni La Talita Dorada ni EME ni La Campana ni Club Hem ni Mil Botellas ni La Caracola ni Barba de Abejas ni Al Margen ni Sur Surreal ni Del Lado de Acá ni Malisia: nada de nada. Un visitante desatento podría decir: ¡pero yo vi libros locales! Claro, porque la Secretaría de Cultura contactó a los autores, que llevaron sus libros, libros editados por sellos locales que no fueron invitados. Una buena forma de llenar su propia ausencia...
eeee) Ediciones de la Comuna, la editorial municipal que supo conducir Gabriel Báñez hasta que se suicidó, tuvo la dignidad de no montar un stand. El año pasado, su flamante director, nombrado sin tener ninguna experiencia en el rubro, se enojó por mis comentarios sobre el triste papel del sello, supuestamente “apresurados” frente una gestión que recién arrancaba. Han pasado doce meses: La Comuna sigue siendo un link a un blog que no existe y no publicó ni un título. En el registro obligatorio (ISBN) que monopoliza la Cámara Argentina del Libro, entidad corporativa que participa de la Feria, registraron uno en diciembre de 2014: “1882-2014 Cartografía imaginaria de La Plata”. No lo busquen: nunca lo imprimieron.
eeeee) Tampoco hay revistas en la Feria, salvo las que algún librero o editorial llevó de acompañante, pero ninguna publicación platense fue invitada como tal. Un buen defensor podría decir: es una Feria del Libro, no de revistas. ¿Qué hacen ahí, entonces, el Instituto Gastronómico Argentino, los decoradores de eventos Anacleta y los purificadores PSA?
eeeeee) Sí participan del evento algunas universidades y sellos educativos. Acorde al perfil ideológico del evento municipal, predominan las privadas -UCALP, Universidad del Este- pero también hay públicas: este año están la UTN, que no aporta mucho, y la UNLP. De la Editorial de la Universidad Nacional de La Plata vale destacar la decisión de llevar a la Feria algunos libros y revistas que hablan de la gran inundación del 2A. No es un dato menor: vale recordar que cuando este evento tuvo su primera edición en 2012, muy poco después de la inundación, la orden emanada hacia los organizadores de charlas y stands era clara: “no se puede hablar de la inundación”.
eeeeeee) La Feria la completan un grupo de librerías que llevaron ante todo libros de saldo (en mi humilde opinión, saldos viejos y poco atractivos). Sólo contando esos títulos se puede llegar a la suma de “200 editoriales” que promociona el Municipio en una feria que, a todo trapo, ronda las 50.
Pero vamos*: ya nada sorprende bajo la bola de LEDs del Pasaje Dardo Rocha. Una vez más, por tercera edición, se desluce una feria consecuente con el perfil del gobierno que la impulsa. En la ciudad universitaria donde hay una movida editorial autogestiva que desde afuera miran con interés, el Estado apenas es capaz de una feria tan de morondanga como su slogan: “hacia una ciudad que Leeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee”.

martes, 12 de mayo de 2015

Los usurpadores de Abasto

Foto: SADO
Si van a hablar de la propiedad privada, hablemos de los orígenes.
Porque ya sabemos: la propiedad privada, como derecho, la inventaron los primeros en apropiarse algo para sí. Primero pusieron el alambrado, después la ley.Toda propiedad fue pública, comunitaria, de la Pachamama o como quieran llamarla, antes de ser privada.
Hablemos, entonces, de ese punto del mapa que hoy señalamos con números de calles: 520 y 214.
El primero en considerar que esos terrenos ubicados en Abasto eran privados y eran suyos se llamó Alonso Gamíz de Vergara. En 1640 este hombre se convirtió en el propietario de un terreno equivalente a 16 veces el casco urbano de La Plata, que va desde parte de la zona norte de la ciudad hasta Brandsen, incluyendo Abasto.
¿Cuánto pagó por esas tierras?
Nada. Fue una “merced” por los servicios prestados.
¿Qué había hecho?
Servir a Su Magestad, según explica en los pedidos que presenta pidiendo tierras. Había ayudado al castigo de los “indios serrano alzados”, anota también. Sí: porque esta zona no era un desierto inhabitado. Por ejemplo, “La Matanza” no se llama así de casualidad sino por la masacre que condujo Juan de Garay, segundo fundador de Buenos Aires, una ciudad que tampoco se fundó dos veces por obra del azar. Y en esos tiempos había maloneo: los indios resistían a los blancos que traían la propiedad privada.
Alonso Gamíz de Vergara había sido el alguacil mayor (es decir, el jefe de policía) de Pedro Esteban Dávila, el titular de la gobernación de Buenos Aires entre 1631 y 1637 (dicho sea de paso, si hacemos una historia de la tortura en el Río de la Plata, no debemos olvidar que Dávila dispuso en enero de 1637 que “el negro o negra o india que echara la basura en la calle” tendría la “pena de cien azotes, que se darán en el rollo de la plaza pública”. Los blancos hacían lo que querían, claro).
Dávila fue el quinto gobernador de Buenos Aires. El primero que tuvo ese cargo, designado por Felipe III de España, fue Diego de Góngora. Fue cuando el Rey dividió el extenso territorio de la gobernación del Río de la Plata en dos. En ese momento, la gran preocupación de los españoles era el contrabando. La Aduana de Buenos Aires era un colador. Góngora pidió refuerzos extraordinarios para combatir ese problema, pero nunca lo hizo efectivamente.
Un tiempo después, la Corona mandó a un tal Delgado Flores a que lo auditara: "los contrabandistas están en todas partes. He de matar a todos los de esta ciudad", dijo el investigador. Góngora reaccionó recurriendo al notario del Santo Oficio, Juan de Vergara, para que lo condenara por esos dichos.
Este Vergara era el tío de Gamíz de Vergara, el origen de la propiedad privada en Abasto. Y era un hombre con prontuario: no solo era el hombre de la Inquisición, sino además el mayor contrabandista de la zona. Así, en poco tiempo, se convirtió en la persona más rica y poderosa de Buenos Aires, tanto que fue capaz de comprar todos los cargos del Cabildo a perpetuidad, y colocar allí a toda la familia.
Góngora cayó un tiempo después –juzgado a la distancia-, pero Vergara mantuvo el poder fáctico. Céspedes, el cuarto gobernador que tuvo Buenos Aires, se animó a enfrentarlo. No pudo: cuando lo encarceló, el obispo fray Pedro Carranza fue hasta la prisión, forzó la puerta y lo liberó. Pedro Carranza, que hizo temblar al gobernador con un sermón de ex comunión, era el primo de Juan Vergara.
A Céspedes lo sucedieron Pedro Dávila y Don Mendo de la Cueva y Benavidez, que hicieron todo lo contrario a enfrentarse al gran contrabandista. Lo que ocurrió en esos años, dicho en términos de nuestra época, fue una enorme asociación ilícita. Todo está registrado en los documentos de la época:
* El gobernador Dávila otorga tierras a Juan de Vergara. El escribano que firma la merced es… su hermano, Alonso Agreda de Vergara.
* Pedro Dávila nombra alguacil mayor a Alonso Gamíz de Vergara, el hijo del escribano mayor y sobrino del contrabandista.
* El gobernador De la Cueva y Benavidez le otorga más tierras a Juan de Vergara.
* El gobernador De la Cueva y Benavidez le otorga tierras a Alonso Gamiz de Vergara. La firma una vez más es de Alonso Agreda de Vergara, el padre del beneficiario.
Una parte de esas tierras que recibió gratis, “por sus servicios”, el jefe de policía de la Gobernación de Buenos Aires, es el foco de conflicto en estos días en que a quienes luchan por sus derechos se los nombra, con liviandad o mala leche, como usurpadores de la propiedad privada.

martes, 21 de abril de 2015

El primer photoshop de la historia platense

Hace rato andaba con ganas de hacer radio y el amigo Juan Delú me tentó. Por eso, este año todos los lunes voy a andar por el aire de RAP Todo Terreno, en las mañanas de Radio Futura 90.5.
La primera columna fue el 13 de abril. Me preguntaba por donde empezar y me dije: por el principio. Nos remotamos a la fundación. “El primer photoshop de la historia”. ¿Cómo es eso? Si: la primera imagen, la de la inauguración de la ciudad, es un montaje.
La Plata, que pretendía ser la ciudad de la “conciliación nacional”, se inauguró en un contexto de fuertes internas políticas. Por eso, muchos de los principales dirigentes políticos del momento se ausentaron a la inauguración del 19 de noviembre de 1882. ¿Qué hizo Rocha? Trucó la imagen. Le encargó un montaje al fotógrafo Thomas Bradley y luego encargó una litografía al grabador milanés Quincio Cenni, que incluyó a todos los que habían faltando, incluso a él mismo.


Acá podés escuchar la columna:



jueves, 19 de marzo de 2015

Materia política

Cuando en 2007 la Facultad de Ciencias Exactas decidió lanzar una revista como Materia Pendiente (MP), generó –sin saberlo entonces- un hito en la historia de las publicaciones platenses. El mérito de la continuidad –20 números de salida regular- se suma hoy a los que supo forjar desde un inicio: una producción periodística de calidad y una línea editorial bien clara. Con un equipo de profesionales comprometidos, MP vino a plantear sin palabras difíciles que toda ciencia es política y que la universidad debe estar al servicio de la sociedad. 
“Nos convocamos a repensar el sentido de la ciencia y la tecnología como empresas colectivas de solución de enigmas y problemas sociales concretos”, anunciaba la primera editorial, que definía la agenda de temas como “de interés general”: un interés al que los académicos debían necesariamente prestar atención.
Tras las primeras salidas, recibimos dos comparaciones que fueron un placer. Una inscribía a MP en la tradición de Ciencia Nueva, la revista de ciencia, tecnología y política que hacia 1970 denunciaba el divorcio entre el investigador científico y los intereses del pueblo. La otra, anclada en el presente, decía que esta revista era “como La Pulseada de la ciencia” y la hermanaba definitivamente a ese medio popular con el que siempre compartió firmas e ideales.  
Era una apuesta decidida: Materia Pendiente nació de un proyecto que siempre supo que la ciencia y el periodismo son políticos, y que sin ninguna pretensión de neutralidad busca poner a ambos a favor del pueblo. Por eso hizo historia.

NOTA: Escribí este texto a mediados del año pasado, cuando la revista que proyectamos allá por la primavera del 2007 llegaba a su número 20 y me pidieron unas líneas en mi carácter de "editor-fundador". Hoy lo comparto para lamentar el final de ese proyecto y el verdugeo del decano de Ciencias Exactas, Carlos Naon, a los trabajadores de ese gran equipo de trabajo que hizo posible casi ocho años de Materia Pendiente.

martes, 10 de marzo de 2015

La necesaria recuperación de un proyecto intelectual

RESEÑA. Zarowsky, Mariano. Del laboratorio chileno a la comunicación-mundo. Un itinerario intelectual de Armand Mattelart. Editorial Biblos, Buenos Aires, 2013.

Publicada en la revista e-l@tina, donde me rebautizaron "Sergio Badenes" :-)

Era tiempo de que un trabajo riguroso de historia intelectual recuperara la biografía y los aportes de Armand Mattelart, un referente fundacional del campo de la comunicación -tanto en América Latina como en Francia- y protagonista intelectual de interesantes procesos de transformación social y política, que había sido objeto hasta hoy de lecturas equívocas, producto del olvido de las condiciones de producción de sus principales trabajos. La deuda la salda Mariano Zarowsky en este libro impecable que sintetiza, pone en contexto y analiza una trayectoria con más de treinta libros publicados y decenas de artículos, informes e intervenciones políticas, que comienza en el Chile que intentó su propia vía al socialismo y concluye en el centro del universo intelectual francés, pasando por Nicaragua, Mozambique y Argelia, entre otros escenarios nacionales.
Belga de nacimiento y latinoamericano por adopción -desde su llegada al país andino en 1962, a los 26 años-, Mattelart es una figura sumamente reconocida en los estudios de comunicación en América Latina, pero existen una serie de equívocos y silencios en torno a su obra. Estos “malentendidos”, según sostiene Zarowsky en este trabajo gestado como tesis de doctorado en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA -defendida en 2012-, son producto de una desatención sobre las condiciones concretas en las que forjó su perspectiva teórica y epistemológica, particularmente de sus aportes durante el proceso político de la Unidad Popular en Chile (1970-1973). Una experiencia que será a su vez su visa de entrada a Francia, en una “vuelta” a Europa que no puede pensarse sino como un exilio, como explica claramente el autor: fue un destierro forzado, no exento de carencias económicas y dificultades de adaptación. Es muy clara la reconstrucción de aquellos años en que un personaje cosmopolita, heterodoxo y crítico como Mattelart llega a un medio intelectual como el francés, caracterizado por su aislacionismo y las marcadas divisiones y
jerarquías disciplinares. Allí, su primer trabajo sería como cineasta, convocado por el escritor, fotógrafo y realizador militante Chris Marker para realizar un documental sobre la situación chilena: La Spirale (1976).
La serie de informes demandados por organismos estatales e instituciones internacionales -en un momento de cierta apertura al disenso que supo aprovechar muy bien-, en los que Mattelart comenzó sus reflexiones sobre la transnacionalización de la comunicación, a fines de los setenta y en los primeros años ochenta, se vinculan precisamente a aquel momento de inestabilidad laboral: el investigador de la comunicación no conseguirá un puesto estable en la universidad francesa hasta diez años después de su llegada al país. Entre esos trabajos por encargo cabe mencionar el elaborado junto a Jean-Marie Piemme para el gobierno de Bélgica -traducido a nuestro idioma parcialmente como La televisión alternativa-, donde introducía el concepto modo de producción de la comunicación y confrontaba con la epistemología de ciertas historias de los medios que se planteaban como meras cronologías de inventos técnicos, como si éstos tuvieran una lógica interna. Por el contrario, planteaban Mattelart y Piemme, había que dar cuenta de “la articulación de un medio con el conjunto de las contradicciones y estructuras donde él se inscribe” (Mattelart, Piemme,
1980: 36).
Al reponer minuciosamente los contextos del itinerario de este pensador, Zarowsky historiza toda una época del desarrollo de las ciencias sociales, los estudios sobre comunicación y el pensamiento de izquierdas, dando cuenta de las distintas instituciones, publicaciones y relaciones entre intelectuales que conformaron una red de sociabilidad académica y política de carácter internacional de la que Mattelart fue una figura clave. “Fue por esos años una suerte de traductor, mediador o pasador cultural dedicado a la puesta en relación de esferas heterogéneas de la práctica social y de tradiciones intelectuales y formaciones culturales de espacios nacionales heterogéneos” (Zarowsky, 2013: 29), sintetiza el estudioso de su biografía intelectual. Mattelart entrecruzaba la investigación científica, la actividad editorial, la docencia universitaria, la intervención cultural, las asesorías como experto y la militancia política. Zarowsky destaca su rol como editor y traductor, una faceta apenas explorada y tal vez la que mejor singulariza su perfil y proyecto. Como intelectual transnacional, Mattelart produjo una mediación entre distintos ámbitos de militancia política,
experiencias sociales alternativas y espacios institucionalizados de formación del saber.
El libro está prologado por Héctor Schmucler, que lo valora y destaca como “un verdadero ejercicio de 'historia conceptual', donde las ideas adquieren significación en contextos precisos, en diálogo con otros conceptos, igualmente comprensibles al calor de sus propias historias y de las disputas de la época” (en Zarowsky, 2013: 18). Schmucler fue partícipe de esa red de sociabilidad académica-militante que supo tejer Armand Mattelart, con quien compartió la conducción de una revista emblemática para el pensamiento crítico de la comunicación latinoamericana: Comunicación y Cultura (1973-1985), estudiada por Víctor Lenarduzzi (1998) en uno de los antecedentes ineludibles de esta pesquisa. Zarowsky sitúa el origen de ese emprendimiento en una reunión realizada en Montevideo a fines de 1971, convocada por Mario Kaplún en la que participaron Hugo Assman, Héctor Schmucler, Michele y Armand Mattelart, entre otros, con el objetivo de pensar un “proyecto crítico de investigación” en comunicación. Aunque con un perfil internacional -que consolidaría en su período mexicano-, esta revista de impronta gramsciana vería la luz durante la experiencia chilena, estudiada minuciosamente por Zarowsky desde su tesis de maestría, ya dedicada a Mattelart pero concentrada en los años que van de 1962 a 1973 (Zarowsky, 2009).
Ese gran punto de partida está sintetizado en el capítulo 2 del libro, dedicado al paso de Mattelart por el país andino, donde se encontró con el apasionante proceso de debate sobre las políticas de comunicación y cultura que se dieron -y quedaron truncas- durante la vía chilena al socialismo. Mattelart participó desde el Centro de Estudios de la Realidad Nacional (CEREN), creado en el seno de la Universidad Católica, pero también a través de la experiencia concreta de la editorial estatal Quimantú, donde se encaró un proyecto de transformación de productos de la “industria cultural”. Es en el marco de esas discusiones que se comprende cabalmente el sentido de libros como Comunicación masiva y revolución socialista (1971, con Santiago Funes y Patricio Biedma, un investigador argentino desaparecido cinco años después en Buenos Aires) y Agresión en el espacio. Cultura y napalm en la era de los satélites (1972, a partir de una indagación que surgió por pedido del propio Salvador Allende), y en particular de su obra más conocida, origen de los mayores malentendidos: Para leer al Pato Donald (con Ariel Dorfman, 1971). Vale destacar que, como reflexión sobre su historia intelectual, Zarowsky señala acertadamente el escaso tiempo que Mattelart adscribió a la corriente de “análisis ideológico de los mensajes”, donde congelaron al pensador muchas lecturas selectivas sobre el desarrollo de campo de la comunicación revisadas en el capítulo 1 del libro.
De aquellos años data también el vínculo con dos investigadores pioneros de la incipiente economía política de la comunicación: el norteamericano Herbert Schiller y el canadiense Dallas Smythe, que visitaron Chile a fines de 1971 para expresar su solidaridad con el proceso político y conocer la experiencia en materia de comunicación. En ese entonces, Mattelart cruzaría sus planteos sobre el imperialismo cultural con las preguntas de los “dependentistas” -como Franz Hinkelammert o Theotonio Dos Santos, entre otros- que también trabajaban en centros y universidades chilenas, y fueron sus interlocutores en ámbitos como el Simposio “Transición al socialismo y experiencia chilena”. Más tarde asumiría un rol protagónico en la organización de la Conferencia Internacional sobre el Imperialismo Cultural (Argelia, 1977). Su exposición inaugural en ese encuentro -retomada luego en artículos y libros- es una suerte de hito en la revisión o complejización de la noción de imperialismo cultural.
En el laboratorio chileno, como bien recupera Zarowsky, Armand Mattelart había sido además un interlocutor intelectual y colaborador del MIR, y apoyó decididamente la estrategia del “poder popular”. Eso explica su trabajo con la prensa alternativa surgida en los cordones industriales de Santiago, sobre el final del gobierno de Allende, que recuperaría en trabajos posteriores. Entre ellos, la antología en dos volúmenes que realizó con el editor norteamericano Seth Siegelaub, Comunication and Class Struggle (1979-1983), quizás “el proyecto más significativo para pensar este itinerario y este perfil intelectual múltiple y cosmopolita”. Cabe decir que aquel ambicioso compendio aún no está traducido al español, salvo sus prólogos, un aporte de Mariano Zarowsky en un rol de traductor/editor como el que le destaca a su “objeto de estudio”.
Aquella antología buscó sentar las bases teóricas, conceptuales y epistemológicas de una perspectiva marxista sobre la comunicación y la cultura, a la que Mattelart denomina un análisis de clase de la comunicación. Si ese análisis de clase -que se forja entre la crítica de la economía política de la comunicación y la recuperación histórica de prácticas de resistencia y comunicación popular- es
distintivo de su trabajo en los años '80, su gran contribución en los '90 será la reflexión sobre los procesos de internacionalización y los modos de regulación social que acompañan a las mutaciones del poder. Con una vocación genealógica, Mattelart se propuso entonces vincular la historia de los sistemas de comunicación con la de sus conceptos, teorías y representaciones. Iniciada con Pensar sobre los medios -su libro bisagra en la década anterior-, esa perspectiva queda plasmada en cuatro obras publicadas entre mediados de los noventa y la primera década del siglo XXI: La comunicación mundo. Historia de las ideas y de las estrategias, La invención de la comunicación, Historia de la utopía planetaria y Un mundo vigilado. Zarowsky aborda de conjunto las tres primeras, con la meta de concluir la biografía intelectual con un “mapa cognitivo”. En esa cartografía se destaca la noción de comunicación-mundo, que dialoga con los conceptos de economía-mundo de Immanuel Wallerstein y sistema-mundo de Fernand Braudel.
En esos mismos años, ya con cierto prestigio en el campo intelectual francés, Mattelart produjo cinco libros de “divulgación”, que tuvieron varias ediciones y alcanzaron un público bastante amplio. En sus traducciones al español, con ediciones que no dieron cuenta de su origen y su concepción como trabajos didácticos, Zarowsky apunta otra fuente de equívocos: “Tal vez -al no mediar en América Latina una distinción entre sus trabajos de divulgación y sus libros de mayor envergadura- esta situación contribuyera a producir una suerte de minimización o efecto de 'reiteración' temática en la consideración de la obra de Mattelart” (Zarowsky, 2013: 281).
En sus palabras finales, el autor expresa su deseo de que el libro se lea “como un aporte a una emergente y aún poco desarrollada historia intelectual de los estudios en comunicación en América Latina” (286). Al recuperar una trayectoria multifacética como la de Mattelart, Del laboratorio chileno a la comunicación-mundo resulta mucho más que eso: es un alegato sobre el rol de los intelectuales que
nos interpela, una pieza de la historia de los procesos de transformación social en América Latina y la
reafirmación de un proyecto intelectual potente cuyas preguntas y horizontes políticos siguen vigentes.

martes, 20 de enero de 2015

En tierra mapuche 2/ Guerrillas y genocidios

La guerra más larga de la historia de la humanidad ocurrió acá: fue la que se libró contra la gente de la tierra, los mapuches.
No solemos pensarlo así porque estamos habituados a estudiar guerras europeas y a inspirarnos con gestas de otras latitudes. Esta crítica no apunta sólo a la educación formal, oficial, normalizadora: le cabe también a nuestra formación de izquierdas, a muchas de nuestras organizaciones, a las formas colonizadas que a veces tienen los sueños que soñamos.
Entre sus cuestionamientos internos a la organización Montoneros, Rodolfo Walsh criticaba la falta de pensamiento latinoamericano: “Un oficial montonero conoce, en general, cómo Lenin y Trotsky se adueñan de San Petersburgo en 1917, pero ignora cómo Martín Rodríguez y Rosas se apoderan de Buenos Aires en 1821”.
Ni qué hablar, pues, de las batallas del lonko Kalfukurá, gran referente mapuche del siglo XIX con el que Rosas debió negociar para evitar el maloneo sobre el Estado porteño.
Aquellos ataques y saqueos sorpresivos sobre las tierras colonizadas y recién alambradas para ser súbditas del mercado capitalista mundial, son parte de la historia de resistencias de más de 300 años frente a un contrincante que empezó atacando con una bandera y logró sus victorias con otras dos.

Una larga historia. Cuando la insignia todavía era roja y amarilla, una alianza de miles de querandíes, tewelches, guaraníes y charrúas sitiaron Buenos Aires e hicieron arder la ciudad recién nacida. No fue por una cuestión burocrática que la cementada ciudad tuvo dos fundaciones: fue la lucha de los habitantes del falso desierto, que empujó a Pedro de Mendoza a la muerte en altamar, con el estigma del colonizador fracasado. Como escribe Xuan Pablo González en La Mapu del desierto, aquella victoria india debiera ser reconocida como el hito fundacional de la resistencia guerrillera local ante la opresión imperialista.
Buenos Aires volvería a nacer, pero nunca en paz. Su segundo fundador, Juan de Garay, sería ajusticiado por los querandíes a orillas del Río Paraná. Y la ciudad seguiría asediada: en las costas, desde el mar, llegaban piratas de otras banderas europeas; tierra adentro, loslímites se corrían aquí y allá, porque nadie se queda de brazos cruzados cuando lo corren de su sitio.
Cuando se declararon rotas las cadenas de los españoles, fueron Rivadavia, Rosas, Mitre, Sarmiento y otros, los que intentaron -y no lograron- someter al pueblo de Yanketruz, Pinsén y Kalfukurá.
Sarmiento, que era mestizo, los consideraba “salvajes incapaces de progreso”, “razas abyectas” y declaraba que “su exterminio es providencial, útil, sublime y grande”.

Como la de las guerrillas, algunas de nuestras lecturas sobre el genocidio en Argentina necesitan algunos capítulos que las completen. Es en Trelew, Olavarría, Junín, Retiro y la isla Martín García donde podríamos señalizar los primeros campos de concentración a los que debimos decir nunca más. No fue un invento de la Junta videlista arrojar cadáveres al río de La Plata o enterrarlos como NN en fosas comunes: es parte de una historia militar de larga data, que empieza con ese exterminio que el “padre de la educación pública” reclamaba en nombre del progreso.
Cuando ordenó la ocupación de la tierra donde medio siglo después nacería Rodolfo Walsh, Sarmiento consideró a Choele-Choel como “la Gibraltar de la Barbarie”. Hoy ese mismo sitio es dominio de la multinacional Expofrut: allí desapareció Daniel Solano y el progreso da escalofríos.

En una tierra donde es tan evidente que fallaron y faltaron los nuncamases, a la historia no hay que barajarla de nuevo: hay que reinventar todo el mazo, poner cartas que faltaban, encontrar nuevas palabras y pensar otras reglas. Y en un tiempo donde vuelven a hacernos creer que las guerras son étnicas y religiosas, hay que mirar los alambrados y tener claro cuáles son los bandos. Porque como planteó una vez Moira Millán: “El enemigo no es una raza, no es el winka. El enemigo es un pensamiento imperante en el mundo, destructivo, salvaje, aniquilador que no discrimina en colores y cultura, que lo que busca es la rentabilidad; el pensamiento economicista materialista capitalista, que está destruyendo todo”. Esa es hoy la batalla más larga, y quizá la primera guerrilla debemos librarla contra el sentido común. Incluso el propio.
Si lo maloneamos con éxito, venceremos diez y mil veces.

lunes, 5 de enero de 2015

En tierra mapuche/1. Una cuestión de límites

Leo en el diario: ahora todos los micros deberán llevar, en algún lugar visible, la consigna: “Las Malvinas son argentinas”. La causa malvinense, en su momento ensuciada por una guerra irracional en la que milicos genocidas mandaron al muere a miles de jóvenes, goza de pleno consenso. No importa que hayan pasado más de 180 años de la invasión británica sobre las islas: todos sabemos, todos debemos saber, que las Malvinas son argentinas. Por derecho propio. Por lógica. Y no se discute.
Y entonces ¿por qué tenemos tanta dificultad para retrotraernos ese mismo tiempo, o menos, para pensar la soberanía de estas tierras? Esa limitación aflora, dos por tres, ante las luchas de los llamados pueblos originarios, sobrevivientes de las políticas de exterminio españolas y argentinas. Sus reclamos aluden a problemas de nuestro tiempo -aquí y ahora, las comunidades siguen sufriendo desplazamientos vinculados a la expansión de la frontera sojera y al saqueo ilimitado de las industrias extractivas- pero recuerdan, con razón, que hace apenas un siglo y medio en la mayor parte de estas tierras los soberanos eran ellos.
La educación patriótica ha hecho estragos. A todos y a todas nos enseñaron que a mediados del siglo XIX el país estaba partido en dos: unitarios y federales, y pará de contar. Nos dijeron que en la segunda batalla de Cepeda (1859), donde Urquiza venció a Mitre aunque al final ganó el país unitario, se enfrentaban la Confederación Argentina y Buenos Aires; y ni noticias del ejército de Calfucurá, líder de otra Confederación (que unía a los pueblos de las Pampas, la Patagonia y la Araucanía), tan sólida y tan frágil como la Argentina, con “capital” en las Salinas Grandes, que tomó partido en esa batalla a favor de Urquiza y en contra de Buenos Aires.
Hacia 1855, por lo tanto, si la actual Argentina estaba dividida en dos, la división era entre la Gran Confederación de las Salinas Grandes al sur y la Confederación Argentina al norte, ensanguchando a Buenos Aires, con la que ambas estaban enfrentadas.
Durante décadas, tanto la guerra como la diplomacia admitieron esos límites. Y si hurgamos en la historia, el reconocimiento viene de larga data. En enero de 1641, la nación Mapuche y la Corona Española arribaron al Tratado de Quillín, que establecía la independencia y autonomía de la gente de la tierra al sur. La frontera se definía a partir del Bio-Bio, en el actual territorio chileno. Con el virreinato del Río de La Plata también hubo acuerdos que admitieron de pleno derecho la soberanía y la libertad de los mapuches: en 1790, por ejemplo, se estableció como límite el Río Salado. Liniers actualizó el tratado en 1806, habilitando para el pueblo vecino el derecho a entrar en Buenos Aires, a cambio de no malonear.
Fue la expansión capitalista, entonces como ahora, la que puso en crisis las fronteras. El territorio gobernado durante medio siglo por Calfucurá tenía en su poder las principales fuentes de sal, fundamentales para la conservación de la carne en una época sin heladeras.
Hacia 1820, con la instalación de los saladeros, la burguesía criolla quebró los ideales de la Revolución de Mayo y reanudó la guerra contra los pueblos originarios, con una meta explícita: destruir y exterminar. Lo mismo sucedió al otro lado de la Cordillera, donde la escritura de la historia debió silenciar que el gran héroe independentista Bernardo O´Higgins tenía sangre mapuche. Con esas ofensivas, tanto Argentina como Chile violaron sus propias constituciones. Vale recordar que según su carta magna de 1822, la República Chilena se extendía hasta el río Bio-Bio, lo que implicaba la independencia mapuche. Duró poco: en 1828 la reformaron para extender los límites hasta el Cabo de Hornos. Y entonces hubo que “pacificar la Araucanía”: ese fue el eufemismo equivalente al de “conquistar el Desierto” utilizado en estos pagos.
Desde entonces, mapuches y tehuelches malonearon el territorio enemistado, jaqueando al flamante estado capitalista: en 1823, unos 5.000 indígenas asaltaron haciendas de Buenos Aires y Santa Fe, llevándose miles de cabezas de ganado (Vale apuntar la deuda, también, de nuestra formación de izquierdas: desde los 60-70 se pensaron tácticas de guerrilla con la cabeza en Vietnam y otras latitudes lejanas, sin conocer experiencias de lucha de acá nomás, como la que echó por la borda la primera fundación de Buenos Aires por parte de los colonizadores españoles).
Más de un gobernante, acuciado por la guerrilla mapuche, buscó la tregua. El acuerdo entre Rosas y Calfucurá, en la década de 1840, es bien significativo. Además de reconocer un límite entre ambos “estados”, el gobernante bonaerense se comprometió a entregar anualmente 1.500 yeguas, 500 vacas, bebidas, ropas, yerba, azúcar y tabaco. Calfucurá solía decir que “no era más que lo que correspondía pagar a los winkas como arrendamiento de las tierras que les habían robado”. En las dos décadas siguientes, los presidentes Urquiza, Mitre y Sarmiento también tuvieron que negociar con el líder mapuche.
Los tiempos cambiarían hacia fines de la década del 1870, ya fallecido Calfucurá. Los británicos llevaban casi medio siglo en Malvinas y 25 años cumplía la introducción del alambrado en Argentina, de la mano de un inglés, Richard Newton, uno de los trece fundadores de la Sociedad mentora de la “Conquista del Desierto”: la Rural Argentina. “La Barbarie está maldita y no quedarán en el desierto ni los despojos de sus muertos”, escribió Estanislao Zeballos, un símbolo de la época: dirigente político multifunción, periodista, presidente de la Rural en dos oportunidades, profanador de tumbas.
Sí. Porque los exterminadores, que fundaron campos de concentración y trabajo esclavo donde explotar a los indígenas derrotados, también robaron sus pertenencias y desenterraron los cadáveres de los antepasados, convirténdolos en trofeos de guerra. Hagan el ejercicio: imaginen los huesos de Mariano Moreno, de Manuel Belgrano o del gaucho Antonio Rivero -aquel peón de campo que lideró el alzamiento contra la ocupación de Malvinas en 1833- en el British Museum.
Así sucedió con el propio Calfucurá. Y así sucede. En la ciudad donde vivo, La Plata, el Museo de Ciencias Naturales lo considera parte de su “patrimonio” y patea para adelante los pedidos de que vuelva a su comunidad. Todavía hoy, en pleno siglo XXI, sus restos están en el museo de los colonizadores.
Ya lo sé: no encontraré aquí, en los pagos que gobernaba hace 150 años, ningún micro que reivindique: “La Patagonia es mapuche y tehuelche”.

viernes, 2 de enero de 2015

Odio il capodanno (Odio el año nuevo)

Cada mañana, al despertarme bajo la bóveda celeste, siento que es para mí el año nuevo. Es la razón por la que odio esos años nuevos con fecha fija que hacen del ser humano una empresa comercial con sus entradas y salidas en el respeto de las normas, con su balance y su presupuesto para el ejercicio anual por venir. Se termina por creer seriamente que de un año a otro existe una solución de continuidad y que comienza una nueva historia, se hacen resoluciones, se lamentan los errores. Es un defecto de las fechas en general. Se dice que la cronología es el esqueleto de la historia, lo que es posible admitir. Pero es necesario admitir también que hay cuatro o cinco fechas fundamentales que toda persona bien educada conserva archivadas en un rincón de su cerebro y que han jugado malas pasadas a la Historia. Son otros años nuevos y se han vuelto tan invasoras y fosilizantes que nos sorprendemos a nosotros mismos pensando que la vida en Italia comenzó en 752, y que 1490 o 1492 son como montañas que la humanidad ha atravesado de un solo impulso encontrándose en un nuevo mundo, entrando en una nueva vida. Así la fecha se convierte en un obstáculo, un parapeto que impide ver que la historia continúa desarrollándose con la misma línea fundamental e incambiada, sin detenciones bruscas, como cuando en el cine la película de desgarra y deja lugar a un intervalo de luz encandilante. Por eso detesto el año nuevo. Yo quiero que cada mañana sea para mí un año nuevo. Cada día quiero arreglar las cuentas conmigo mismo, y renovarme cada día. Ningún día previsto para el reposo. Las pausas las elijo yo mismo, cuando me siento ebrio de vida intensa y quiero zambullirme en la animalidad para extraer un nuevo vigor. Nada de burócratas del espíritu. Cada hora de mi vida la quisiera nueva, aunque sea incorporándola a las ya recorridas. Nada de días de euforia con rimas colectivas obligatorias, a compartir con extraños que no me interesan. Porque lo han festejado los abuelos de nuestros abuelos, ¿deberíamos, nosotros también, sentir la necesidad del festejo? Todo eso es nauseabundo.

Antonio Gramsci 
Publicado en Avanti!, edición de Turín, 1º de enero de 1916
(Traducción: Fernando Orellana)
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