martes, 20 de enero de 2015

En tierra mapuche 2/ Guerrillas y genocidios

La guerra más larga de la historia de la humanidad ocurrió acá: fue la que se libró contra la gente de la tierra, los mapuches.
No solemos pensarlo así porque estamos habituados a estudiar guerras europeas y a inspirarnos con gestas de otras latitudes. Esta crítica no apunta sólo a la educación formal, oficial, normalizadora: le cabe también a nuestra formación de izquierdas, a muchas de nuestras organizaciones, a las formas colonizadas que a veces tienen los sueños que soñamos.
Entre sus cuestionamientos internos a la organización Montoneros, Rodolfo Walsh criticaba la falta de pensamiento latinoamericano: “Un oficial montonero conoce, en general, cómo Lenin y Trotsky se adueñan de San Petersburgo en 1917, pero ignora cómo Martín Rodríguez y Rosas se apoderan de Buenos Aires en 1821”.
Ni qué hablar, pues, de las batallas del lonko Kalfukurá, gran referente mapuche del siglo XIX con el que Rosas debió negociar para evitar el maloneo sobre el Estado porteño.
Aquellos ataques y saqueos sorpresivos sobre las tierras colonizadas y recién alambradas para ser súbditas del mercado capitalista mundial, son parte de la historia de resistencias de más de 300 años frente a un contrincante que empezó atacando con una bandera y logró sus victorias con otras dos.

Una larga historia. Cuando la insignia todavía era roja y amarilla, una alianza de miles de querandíes, tewelches, guaraníes y charrúas sitiaron Buenos Aires e hicieron arder la ciudad recién nacida. No fue por una cuestión burocrática que la cementada ciudad tuvo dos fundaciones: fue la lucha de los habitantes del falso desierto, que empujó a Pedro de Mendoza a la muerte en altamar, con el estigma del colonizador fracasado. Como escribe Xuan Pablo González en La Mapu del desierto, aquella victoria india debiera ser reconocida como el hito fundacional de la resistencia guerrillera local ante la opresión imperialista.
Buenos Aires volvería a nacer, pero nunca en paz. Su segundo fundador, Juan de Garay, sería ajusticiado por los querandíes a orillas del Río Paraná. Y la ciudad seguiría asediada: en las costas, desde el mar, llegaban piratas de otras banderas europeas; tierra adentro, loslímites se corrían aquí y allá, porque nadie se queda de brazos cruzados cuando lo corren de su sitio.
Cuando se declararon rotas las cadenas de los españoles, fueron Rivadavia, Rosas, Mitre, Sarmiento y otros, los que intentaron -y no lograron- someter al pueblo de Yanketruz, Pinsén y Kalfukurá.
Sarmiento, que era mestizo, los consideraba “salvajes incapaces de progreso”, “razas abyectas” y declaraba que “su exterminio es providencial, útil, sublime y grande”.

Como la de las guerrillas, algunas de nuestras lecturas sobre el genocidio en Argentina necesitan algunos capítulos que las completen. Es en Trelew, Olavarría, Junín, Retiro y la isla Martín García donde podríamos señalizar los primeros campos de concentración a los que debimos decir nunca más. No fue un invento de la Junta videlista arrojar cadáveres al río de La Plata o enterrarlos como NN en fosas comunes: es parte de una historia militar de larga data, que empieza con ese exterminio que el “padre de la educación pública” reclamaba en nombre del progreso.
Cuando ordenó la ocupación de la tierra donde medio siglo después nacería Rodolfo Walsh, Sarmiento consideró a Choele-Choel como “la Gibraltar de la Barbarie”. Hoy ese mismo sitio es dominio de la multinacional Expofrut: allí desapareció Daniel Solano y el progreso da escalofríos.

En una tierra donde es tan evidente que fallaron y faltaron los nuncamases, a la historia no hay que barajarla de nuevo: hay que reinventar todo el mazo, poner cartas que faltaban, encontrar nuevas palabras y pensar otras reglas. Y en un tiempo donde vuelven a hacernos creer que las guerras son étnicas y religiosas, hay que mirar los alambrados y tener claro cuáles son los bandos. Porque como planteó una vez Moira Millán: “El enemigo no es una raza, no es el winka. El enemigo es un pensamiento imperante en el mundo, destructivo, salvaje, aniquilador que no discrimina en colores y cultura, que lo que busca es la rentabilidad; el pensamiento economicista materialista capitalista, que está destruyendo todo”. Esa es hoy la batalla más larga, y quizá la primera guerrilla debemos librarla contra el sentido común. Incluso el propio.
Si lo maloneamos con éxito, venceremos diez y mil veces.

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